El ocho de marzo de 2018
Mi
madre, que ya no está con nosotros,
de
joven subía la cuesta con su canasta llena,
plena
de ropa blanca, húmeda y recién lavada.
Se
la echaba a las ancas y llegaba a su casa cansada,
aunque
contenta, por tener sus sábanas limpias.
De
profesión sus labores y ayudar en el campo.
No
fue a la guerra, pero perdió muchas batallas.
Mi
madre, forzada a luchar solo por el presente,
estaría
feliz si viera cómo mejora todo,
pero
especialmente, el futuro y sus nietas.
En
sus días finales, con la pensión mínima,
tuvo
más dinero del que sabía y podía gastar.
Ayer,
fue un feliz ocho de marzo reivindicativo
y,
más aún, para la mayoría de las mujeres.
Mi
madre, hoy, que es el futuro de entonces,
no
puede ver ni disfrutar los adelantos que hay,
pero
sí comprobó cómo, el tiempo y la desidia,
destruyeron
los dos lavaderos públicos:
El
que había en lo bajo de mi calle
y
el que estaba en la otra punta del pueblo.
El
progreso los arrasó a cambio de nada.
Mi
madre anhelaba siempre nuestras visitas,
por
eso, al besarnos veíamos su dolor no cicatrizado.
Y,
al irnos, nos despedía con el mismo tintineo:
“Ya
os vais otra vez, qué poco dura lo bueno…”.
En
su interior había miles de deseos no alcanzados.
Eso
sí, cuando se arreglaba para que fuéramos
a
cualquier sitio, de contenta, le brillaban los ojos.
Mi
madre murió en mayo de dos mil trece,
siempre
tratando de vencer el día a día
para
poder mejorar el futuro de los suyos.
Pero
nunca llegó a comprender del todo
por
qué en Canal Sur daban tantas voces
ni
por qué repetían tanto las cosas.
Quizás
porque la ven muchos mayores...
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