Si
puedo elegir cómo he de morir,
quiero
hacerlo en mi casa, sin hospitales,
sin
perjudicar demasiado a los más cercanos.
Supongo
que no haré siempre lo que deba.
Quiero
despedirme con la mirada,
con
la sensación de querer y ser querido,
sin
provocar lágrimas estridentes
y
donde haya cruces, pero de sonrisas.
Como
supondréis, en esos momentos últimos,
sigo
sin querer cerca gorigoris y responsos.
Pero sí dejaré un dinerillo, para que echéis
unas
buenas honras en mi memoria.
Más
tarde, cuando tengáis seguridad
de
que estoy muerto y bien muerto,
que
mi cuerpo arda a fuego lento
hasta
convertirse en cenizas.
Para
terminar definitivamente,
recoged
mis cenizas y, luego, en un día claro,
después
de las primeras lluvias de otoño,
esparcidlas en estos tres sitios, como mínimo.
Unas,
en el río, al lado de la feria;
otras
poquillas, llevadlas al mar,
al
mirador, allí donde las olas roquean.
Y
no olvidéis dejar también para Begíjar.
Esas,
echadlas en el mar de olivas que mira al río,
entre
la Atalaya y el camino de los Borrachos,
frente
a la que fue la casa del Amor Hermoso,
en
las estaquillas que plantaron mi padre y mi hermano.
Se
me olvidaba, las honras han de ser flamencas.
Para
ello, que vayan acompasadas por cantes de Jerez,
sobre
todo, también tangos de Triana y soleares de Alcalá,
la
seguiriya de Terremoto y el toque de Morón.