La puerta verde de mi casa
Tiene
mi casa una puerta verde y grande
flanqueada
por dos árboles que yo sembré.
Hoy,
ya enormes, atentos siempre vigilan.
Sé,
con total seguridad, que los dos
me
defienden de los peligros de la calle
y,
quizás por eso, dan frutos diferentes.
En
ocasiones, me siento debajo de uno de ellos
y,
con tranquilidad, observo el otro.
Enseguida,
percibo que me está mirando.
Es
evidente que, mientras ofrecen vida,
comunican
y, además, con proximidad;
tienen
una mirada que acerca las cosas.
A
veces, me hablan muy en serio,
me
hablan con palabras dulces y cadenciosas.
Creo
que quieren que vea la vida a su manera.
El
que más miro, al final del invierno,
tiene
bonitas flores blancas que, lentamente,
se
deshojan. Más tarde brotarán las almendras.
Este,
con sigilo me hace ver muchas cosas.
Las
veo como si estuvieran quietas.
Quietas
y reflejadas en un espejo brillante.
Como
buen observador ni influye
ni
aplaude ni condena, solo se dedica
a
dejar constancia de lo que sucede.
Hace
poco, con temor, casi susurrando,
me
dijo que ve cómo, cada día en la calle,
hay
más violencia: una gratuita; y otra, de pago.
También
me habló, con mucha seriedad,
del
aumento continuo de la soledad.
De
la soledad desierta y de la acompañada.
Mientras,
el otro árbol, el que está a mis espaldas,
mueve
sus ramas. Se prepara para, muy pronto,
ofrecer
miles de pequeños balines apiñados.