En
una noche negra de tormenta,
poco
antes de la primavera,
sé
que estuve cerca de la muerte.
Fue
una noche tan oscura y tan larga
que
duró cincuenta y dos horas;
hasta
que la muerte me permitió abrir los ojos.
En
ese momento, mis primeros recuerdos fueron:
un
coche rojo, un tramo recto de carretera,
una
curva y, luego, un vacío de muerte.
Un
vacío negro, que la muerte no hizo suyo.
A
mi lado, en aquel hospital de ladrillo rojo,
mis
padres rogaban mi salvación.
Antes
de irse, los médicos, por si acaso,
aconsejaron
que me llamaran a menudo.
Así,
podría volver a este mundo.
Que
mi cuerpo decidiera responder
era
lo único que me podía salvar.
Ellos
ya no podían hacer nada más.
Allí,
de forma callada y silenciosa,
la
muerte se enfrentó con mi juventud,
y
la vida ganó la batalla.
Sin
saber por qué, con las primeras luces del día,
en
voz baja y algo temblorosa, pregunté:
-¿Dónde
estoy? ¿Qué hacemos aquí?
Lo
que primero fue rabia y dolor,
luego
pasó a ser llanto y desconsuelo,
y,
más tarde, se celebró con alegría contenida.
A
partir de entonces, decía mi madre:
-Tú
cumples años dos veces. Una, la tuya; y otra, la mía.
Para
ella, yo había nacido la vez primera y, también, aquel día.